Cuando se dice que “la poesía no es literatura” no se trata sólo de que su forma de circulación sea marginal respecto de las de la narrativa y otros géneros o del hecho de que frecuentemente los medios y la crítica hablen de “literatura” sin incluir a la poesía. Lo que se quiere señalar, más bien, es que cualquiera sea la forma en que imaginemos su origen remoto, un rastro o carácter oral atraviesa y define a la poesía, dejando en los textos y en la escritura múltiples marcas que pueden ir de reglas de formalización que tienen una función mnemotécnica para la transmisión oral, al uso de epítetos, registros sociolectales o incluso marcas más indeterminadas de lo que puede entenderse como una “voz”. La oralidad es un medio fundamental para la poesía desde siempre, puesto que es aquel del cual “viene” (así la poesía épica antigua y medieval, pero también formas breves como el haiku) y a la vez uno de aquellos hacia los cuales“va”, al tratarse de un ámbito donde la poesía vive en situaciones como la de lectura pública. Decía Wallace Stevens que el poeta moderno debía “conocer el habla de su tiempo”. También se ha dicho que el rol del poeta es el de alguien que aspira a modificar esa lengua que se usa, a mejorarla o purificarla (Mallarmé habló de “devolverle más limpias las palabras a la tribu”). La escala por lo general breve o asible de los textos poéticos y esta cualidad de enunciación antes que de enunciado que tiene la poesía hacen que la lectura, el recitado o la oralización sean instancias que le son medulares, intrínsecas y que supongan una de sus formas más corrientes y vívidas de presentación.
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